La lucha por la vida del poema
contrasta con su caída sobre la página:
apresurado derramamiento
eyaculación precoz del día, y después, equívoca inercia
contra el exilio.
Una bandada de pájaros
cruza el cielo nublado y herido y,
al salir al sol, brillan sus pechos blancos, plumones y vexilos
contra la nubes aplomadas
sobre la cruz de la tarde
perdiéndose en el horizonte
redondo vigor de la máquina del día, flecha insomne que de
nada se enamora
todas las nubes aquellas
tan duras y lejanas olas, ya están aquí, montañas
que traen la tormenta del alma
—está escrito en el aire de su viento—
vienen de tu espalda,
de otro viaje anterior, y
giran en tu cabeza, esperando ¿qué sería no pensarlas?
¿qué sería solo sentir, sin nombrar su fuente?
¿morir ahogado en un cuadrado negro, o
aplastado bajo el amplio temple de una hoja de acero cortén
en un museo?
No es posible pensar nada sin dejar de ser.
Solo a través del divagar se aguarda, y del dolor de la carne,
—pues de aquella singularidad provengo—:
no fue más que
un accidente, un acontecimiento
fruto de una ley previa a la surgencia de la palabra:
un garabato de semen contra un ovario, y
como Dorian ante el espejo envejecer
en plano rosario de los días
y los eventos innecesarios.
Deprecación del poema frente a la página vacía. Y aún llena,
materia sonora que no hace falta pronunciar, orientado oreo.