cuando la luz apareció
no había nada sino la luz
—una hoja en blanco—,
y luego la luz desapareció
nadie le dijo que apareciera
pues nadie había
nada por encima de la luz,
sucedió, sin más,
y su desaparición fue, igualmente,
una ocurrencia
como debía ser
—como debía haber sido—
no llegó a haber ninguna mano bajo la luz
ningún cuerpo deseante
ningún afán de inmortalidad
no hubo sobresaltos ni pensamientos
pues nada había que esperar,
y el amor nunca fue
la moneda de un dios estúpido
callan las bocas sin aire ni lengua
y la lluvia no se molesta en caer
pues antes no había ascendido
ni antes vuelto a llover
en este desierto blanco
de todos los colores derrumbados
nada llegó a ser bajo la luz,
afortunadamente
nada
afortunadamente para los niños
que nunca quisieron ser otra cosa,
y para los locos
atados a la piedra de la banalidad
afortunadamente para la mano
que no tuvo que ser útil
ni para el rostro
que nunca encontró su espejo
que solo en la pérdida vio su identidad
la luz llegó un día sin inventar
y sin dejar huella
restó todos los colores a sí misma
porque no manchara sin existir
porque todo era posible sobre ese blanco,
la lluvia, el espejo y la mano,
la cercanía de la luz quemó los ojos
antes que se abrieran por primera vez
ah
—oigo vaciarse mi pecho lentamente—
me oigo suspirar y no me avergüenzo
porque en el aire que expulso,
carbonizado,
está el ser irrealizable,
la palabra que rueda por la calle
como si hubiera un sentido en las farolas,
la palabra que añora
la oscuridad negra de las cavernas,
la palabra que mancha el blanco desierto
con su orina, su tinta y su aliento
ahora
porque la luz no se fue