Se dejaba resbalar en la ausente vida
hacia la inalcanzable desembocadura
de una ilusión lírica.
Siendo verdad la fractura del día
—la vida se pone tras el horizonte—
era difícil encontrar la frontera, la orilla
de una ficción que lentamente se diluía
en el tibio sangrar del sueño.
Volcaba en el texto todo el aliento,
todo lo que los sentidos le cedían a la bruma,
casi etílica,
de la inmovilidad y la ceguera.
No había recuperación
en la palabra,
en el juego infantil de la palabra que se hunde en el papel,
como la lluvia en la tierra dividida
—no por nada la tinta es agua sin entraña
y el único color de la visibilidad—
de la existencia
de la reacción que en el papel llamaba poesía.
La acción nunca fue una alternativa,
solo la huella interesaba,
solo crear un orden, al menos, una restitución
de lo que algún día fue, inocentemente le parecía,
la vida tras el último eco.
La vida se deshila en el horizonte de la página.