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El corazón en la tiniebla, o Ambigua belleza


Todo nacimiento es una destrucción.
Stéphane Mallarmé


La fértil ambigüedad,
la tiniebla en que inerme se perdía Mallarmé,
digna de ser transmitida
aún después que, desnuda y misteriosa su lentitud
de selva
de árboles atroces del sufrimiento
y vibrando en un plano de bruma
en la voz gutural de peces luchadores,
del río en que su espejo se mira para
desaparecer,
aún permaneciera
        el crepúsculo mágico del sentido
sonríe,
turbado e inmóvil como una caña ante el viento
—ah, el viejo cuerpo de la tipografía, muerto y
enterrado en el diario parlotear—.
               No,
no es un circo lo que a morir llama,
es el cuerpo amputado de la Venus de Milo
y los centelleos aún calientes contra su mármol,
el horror, el horror mundano, decía Kurtz,
de la belleza que se desliza por la frente
en una libertina serpiente de espina.
                Y era fácil, y
predecible que en un instante
su chispa se entristeciera,
no por ninguna fuerza transparente o divina
sino por su mero cuerpo agotado, remordido
entre el cuidado y el desastre.

La consagración me sondea
—ningún mérito que no sea mirar, mirar el horror
en la sonrisa falaz de mi Beatrice—
y vadea el diamante en que la luz se descompone
—el venenoso libro—
hecho a golpes de martillo y cincel y
esquirlas de brillo contra los ojos colmados y secos
donde vive la desnudez conque trabaja la sinrazón.

   Y hablo así de mí, si no perezco en la fértil
ambigüedad.


Siguiendo y sampleando Carta a Lefébure, 1867, de Stéphane Mallarmé.
Sin embargo, el germen de este poema —que es su primer verso La fértil ambigüedad—, es del título de una entrevista a Aníbal Núñez, de R. I. Chao en la revista Triunfo.