ROSALINDA
Acido.
Ese era el olor de la madera
en la penumbra de un día sin número.
Debió ser palacio o noble,
texto y máscara hechos arquitectura.
Alguien lo abrazó con fuerza,
alguien que lo odiaba o amaba tanto,
los ángulos estaban relajados
y en los pies se oía el tiempo gemir
y el agua pasajera suplía la sangre.
En el polvo de su piel había arañazos
—¿qué he sacado con quererte?—
el papel de las paredes
flores mustias y un vaso roto
y color a pesar de todo,
el color seco del orín en algodón blanco
abandonado, dejado, transitable.
Los escalones hacia abajo,
arcos azules hacia la medianoche
—se fue—
el lujo cuando despierta apesta
y en el viejo espejo que se niega
apenas soy otra sombra,
como el olor de la madera húmeda.
En el último rincón,
bajo tierra azul, azul cielo saturado
apareció —te coloqué—
cuando ya solo, pude ser libre
como una silla sin mimbres,
en un aire que te dé sentido
en un charco incandescente
virgen emplomada
—no recuerdo ya porqué tu nombre—
pero columnas azules sostienen tu cámara.