MENADE
Ménade, oh, mé - na - de,
la lengua escapa de los dientes al nombrarte,
lentamente y con saliva
loca de los montes, loca de los bosques,
perdida en la naturaleza divina de tus pies descalzos
eres difícil para el pensamiento.
Gracias.
En el rito agonizante de tu caída que eleva,
en la furia amenazadora de tu cabello,
recuerdo ese fragmento de noche,
ese espejo vahído en que tengo sentido,
en que soy sed.
La raíz de tu nombre me golpea
como el agua de un río al que me lanzo de cara,
sin cerrar los ojos,
rendido a la intensidad de la epifanía,
a la pérdida de la categoría,
a la necesidad de comprender.
Apareces para advertirlo, violentamente,
para que no olvide que la vida es
revolcarse en la tierra como un jabalí desnudo,
revelar el monstruo, decir.
Quizás no pueda soportar tu mirada cruda,
quizás mis piernas no logren seguirte,
pero en el olor de tu cuerpo desnudo
veo la frente de dios, el agua para esta sed,
para esta ceniza.
Gracias.
Las Ménades o «locas» eran discípulas femeninas de Dioniso. Aparecían extasiadas por el consumo de vino en los rituales del dios, vestidas con pieles de corzo y de pantera llevando a cabo bailes frenéticos que les hacían entrar en un trance de frenesí. En su mano llevaban un cayado llamado thyrsus que estaba rematado con ramas de pino y envuelto en ribetes, viñas y hiedra. También llevaban racimos de uvas, antorchas y serpientes vivas.