Pénsil, jardín colgante,
delicioso.
Puedo juzgar mi existencia por el empeño del reflejo, de la pared de mercurio en vestir mi porte en un momento, como una loncha de tiempo de mi ser detenida en la insania del azogue, en la superficie del agua, estadio del espejo que reivindica mi cuerpo como mío y otro, página donde escribir el poema, acechado todo aquello que su brillo sugiere y corta. El mercurio es la capacidad de suspender el mundo, por tanto, de crearlo, —uno, como el río, no vive dos veces el mismo instante; uno es continuo cambio, inasibilidad, fuga, espíritu renuente—. Solo el rostro azogado es memoria —fútil, como la nueva partícula que surgió del desastre—, Narciso fascinado en la caída, y el olvido posterior. La fotografía es la consciencia fosilizada, industria de la memoria dura, pero antes, mucho antes, el mercurio flotando estaba en el lago. Antes que la plata, el mercurio endosaba, por la espalda, la duplicidad de aquello que representaba, la locura, el desquiciamiento, la intratable doblez de saberse. Principio básico de la piedra filosofal y, a su través, de la inmortalidad, sin embargo, más cerca está la muerte de la conciencia, y no otra cosa es ese fantasma flotante que fijamente te escancia —nunca más cierta la teoría del observador de la doble rejilla— y te crea. Ya no hablo, se verá, de la fotografía, separada del ser, discontinua como la vida, sino del impacto contra el frío y terrible cristal de metálico envés, de uno mismo, vivo y muerto, líquido mineral y carne en continuidad. Mirarse en su espejo es como meter la mano en la corriente del río de la propia sangre, errática, volátil, inestable, constantemente reescrita. No es necesaria la sífilis, ni un sombrero, para acceder a su desvarío, al devaneo que su rostro advierte. Una vez lejos de él, de su mirada que es más que la mía, podría comprender todo eso que, quizá, ven los demás en mí como si fueran ellos, y yo, abocado en sus rostros.
La imagen muestra al actor Eusebio Poncela mirándose en el espejo en un fotograma de la película Arrebato, de Iván Zulueta