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Tocado por un muerto


Ayer fui tocado por un muerto
amapola y rosa
en el límite de la lengua y la voz, y
               aterida de frío
sobre la ceniza me esperaba la negra luz y roja
que ansía la destrucción.

Nadie me dijo quién era contra el muro blanco
perdido en la batalla
imaginariamente leído en una existencia plena
y oro al amparo de la noche,
donde una mujer bella como un perro sediento
lamía las sobras de la vida
mientras en su mano aparecía
la mirada de dios, o, al menos, el espejo sucio
como un cuadro completo en el reino del ser, o
el desierto del cielo estrellado, inmoral
y vano.

Quien grita es el límite,
sea nadie o sol, sea perro en bancal de arena,
que achaca a la lluvia la desaparición
de mi rostro
      y le creo,
pues nada soy más que espanto y frío de agosto
que en el sendero busca el poema:

    —oh sombra que te alargas en el camino
sin tocar el suelo en la caída
ni ver morir a los hijos del hambre
perseguida por lobos, sombra luna, gracia llena,
la noche es tu aliada
la saliva de tus labios o la espuma, mañana,
alimentará rosas y estatuas en este jardín de humo
si aún un ser vivo fuera bajo tu guía.
               Ahora,
tocado por un muerto,
dejo que la palabra cicatrice en la página.

Ten piedad de mí, reloj de arena que me niega,
que solo soy por el falo, piedra negra
abrazada al suelo de existir y
  el dolor transformamos en boca1, dijo el maestro.


1 del poema Le marchand d'ail et d'oignons, de Leopoldo María Panero.