Me puse a lamer mis llagas, como una bestia.
-El Templo Dorado.
Yukio Mishima
cómo puede el aire frío de la noche
conservar su pureza originaria.
-Watteau en Nogent-Sur-Marne.
Guillermo Carnero
No espere de mí, maestro, justicia,
frialdad, distancia,
orden.
Todo se derrumba aquí, y yo
solo soy grasa en esta sinergia vital.
Pasé, como solo se pasa una enfermedad,
la infancia y la juventud
—divina escoria de sentidos y hormonas—.
En el desencanto verde encontré un sillón
cubierto de flores de amapola,
víscera roja de un cuerpo que se retuerce en la geometría de un estudio
donde ungir la lengua y saciar la sed.
Continuo engaño la creación, fantasma
de infinito pasillo,
de sábanas blancas que emporcar, deseo enfocado
en la caída y la derrota
donde la única guerra es la vida, translúcida lámina de metal.
Ah, el vagón de suburbano que resopla, atormentado y suspira
ante los pálidos ojos del ciudadano de a pie.
Ah, el rostro apesadumbrado de la bella joven, dernier fille, aprés tous les autres,
que acoge en su mano el cálido excremento de su blanco can
caído en la tierra de los padres, —oh Ángelus de Millet—,
oh el sapo aplastado bajo la rueda, como algún poeta…
William le llamé, y hubiera querido inhumarle entre las hojas de un libro sin palabras
para ser reabsorbido y nombrado, en un falso amanecer de arte poética.
Encontré, la página última de El pabellón dorado,
Kínkaku-yi pisoteado y vuelto a pisotear, Templo de la Belleza
en que ardía Mizoguchi perturbado y vivo: un seco batir de alas oí al izar
su verbo del asfalto.
Adiviné, severo y tundido, a los pies de la piedra de San Bartolomé,
un crucifijo vegetal, acéfalo y doliente,
cuerpo de planta rastrera zaherida entre sacos de cemento seco
tierra y cal:
lascas de ladrillo cortaron su piel tras su cuello…
Mirad:
más vida hay en el lamento de aquel vagón,
en la Belleza posando su mano en la mierda,
en el sacrificio del animal abatido como algún poeta
en esa página rasgada que afirma su importancia y nimiedad,
o en ese leño seco proyectado en lo humano,
más vida hay, digo, en todo ese engaño, que en todos los paseos por Les Champs-Élysées,
tras beber del agua del Leteo para acallar el tártaro de la felicidad.
Que todo resto es un indicio,
una luz puesta en la oscuridad de la vida,
elemento de un jeroglífico mayor
en que busco mi nombre.
Todo vestigio, todo lúcido objeto
quema en la placa de hielo cotidiano
y guarda su forma en mi mano, como la corona,
el clavo, o el vinagre.
Que toda reliquia es un objeto obsceno, y así ha de ser,
pues que pone mi cuerpo y mi ser, al desnudo.
Mirad.