el poema será entonces
plástico que envuelve un cadáver hermoso,
de otro modo
te cubrirías con una idea, con un hierro frío
mientras el hombre práctico reina,
por eso,
sigue al cantor extraviado,
porque quizá en las profundidades
la materia de la palabra,
la materia se haga luz,
y contempla mi tristeza ante
esa luz que pasa, acabándose
consumida en las diatomeas
como si su única función hubiera sido
ser ese instante, alimento,
ese vuelo bajo el agua
y hacerse luego templo de piedra
como hueso de la palabra
que se dobla bajo el sol
para siempre blanca
calcinada de blancura en su pasión, desvaída
sin nada ya en la boca,
como el vestido que cuelga en la percha,
aprendiz de la locura,
hostiga mis ojos con su indiferencia,
la palabra daña ese mirar
la superficie del río, como un pie cubierto,
como las moscas en la sábana húmeda del verano,
bajo el mismo sol
la misma luz
el mismo zumbido de fondo,
el machete imparable de su estado ya quieto
se refuerzan las murallas
piedras que adiestran mi casa
hojas levantadas para nada,
en el íntimo placer de haber descubierto
ese brillo
ese pequeño sol
que se desliza en la corriente del río
hasta la página,
hasta llegar a tu boca que diga mi nombre,
y perderse en la fiesta del último día
fuera ya de mi habitación,
desencadenado el pensamiento en una brisa
que me olvide,
en la fantasía de nada,
que tanto me llena