escarbando en la quincalla, amarilla
como buitres en la osamenta
—blanca luz del abandono,
luz desesperada—,las baratijas
brillan como almas en pena
una jovencita, geisha de marco dorado,
un caballero de la mano
en el pecho bajo su dulce sobaco,
arabescos de seda y sudor le inervan
—qué cruz me ha caído —dice—
qué cruz, con la feria,
su rostro demacrado,
sin reparo ni techo, asemeja al suelo
vencido, cuesta abajo de la sangre
—te cobro diez —y nos damos la mano—
para que vuelvas mañana
una virgen moreneta mira de soslayo
al David Deseo castrado,
y unx chicx de airada belleza
mete sus dedos entre los géneros
—como Edwarda en la bragueta—
como si fueran libros usados
un padre y su hija comparten la busca
—o la dama errante—, de libros,
la busca de lo inesperado,
—ay papá —le dice—, qué pesado,
pero continúan su mutuo deseo
bajo un sol que todo lo iguala
y su ojo amarillo sobre el caballero greco
las zarandajas y penas,
y sobre todo imposible encuentro,
la ambigua y bella violenta
—llamada altana—
contra el placer de la mirada
que todo lo ciega