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Mil años de paz

—a Leopoldo María Panero—

permaneciste,
no moriste en el camino
aunque igualmente moriste,
poeta de la clausura,
tu iluminación es la del jinete
atado por los pies al caballo espoleado,
tú conoces cada piedra
cada cactus,
cada culebra y su cascabel

hay
una ventana que se funde en tus ojos,
un cristal frío que tiembla en tu voz,
hay
un niño perdido en tu risa, y una bruja,
y solo tu risotada es dios

permaneciste,
atado a los paseos y a los bancos,
al reloj del funcionario de la torre,
a la mancha de tinta en los dedos
y a la madera de tu garganta
permaneciste,
atado a los folios doblados como billetes
como estampitas del niño Jesús
como sucias pistolas del Estado

un ciervo pasea a tu lado
escribiendo en tu piel la aurora
mientras meas junto a las rocas de la playa
contra el mar airado,
la frente abierta y el viento
arremolinado en las cuencas de tus ojos

en algún momento,
la fuerza centrífuga te envió al extrarradio
en el tiovivo de la vanidad democrática,
en algún momento,
el hogar devino automático,
inelegible y electroshock,
y tras su ventana, cada día,
contemplabas brillar la saliva del tiempo,
la paz de la mentira
y la luminosa victoria del fracaso

escribe,
    escribe,
        escribe
porque solo escribiendo vives,
respiras y mueres,
en un banco de madera del paseo junto al mar,
viendo pasar las almas y las horas
y el humo de tu boca remontando la tarde

mil años de paz