Siempre llueve ceniza sobre la ciudad,
y se confunde con diamantes y gracia.
Se desplaza en los pies de los transeúntes y
parece turba de sol
sucio polen caído
a la espera de un pistilo o boca que
le reproduzca su único afán,
mas, a su pesar,
muere así la pavesa en la calle
esperando la lluvia o la saliva.
A este curso le llamaremos, historia.
Igual que el incienso es el semen de dios,
su desfallecimiento,
la ceniza es el dolor de los muertos, su colación.
Colapsa como estrella en el acecho celeste
y nada llega a su objeto, errante así
en la deriva de cualquier tarde de ciudad:
la imagen que rompe el cristal del muro
tras el que se bebe vino y se ríe
es la pavesa cayendo lentamente,
ingrávida, sin necesidad, abaratando la vida
sobre todos los niños, hombres y mujeres,
en su eterno pasar por la ilusión de un nombre
que les convoque y guíe.
Aún guardo en la vulva de mi frente
la señal de su impureza
oh sutil levedad,
oh máscara arrancada con fuego al monarca,
que un día fuiste carne
con ceniza de otros en la boca y
no sabías porqué era la palabra sobre la página
un cadáver.