—Morenglos, Despoblado. Exterior/Día
lame el aire por encima de la piedra
la lengua de un perro que muere de sed,
barriendo un tiempo que no se acumula
que no puede acumularse
que no se detiene
de pie, entre bocas vacías
nadie habla, salvo el viento
enredado en los cuernos del campanario,
hueso petrificado de una bestia fantasmal
no quedan cantos, plegarias ni tañidos,
la hierba seca y la paja encadenan mis tobillos
como joyas miserables
por un momento, y vuelan
y descansan en el hueco de una tumba enrocada,
en su cabeza hacia el crepúsculo,
laurel ajado para un hombre caído,
sin filacteria,
nadie recuerda porque
nadie hay para recordar
criaturas dispersas por el viento
moscas, tábanos, pulgas y garrapatas
gritan entre los tallos del atardecer
dónde está la sangre,
no hay nadie, nombre o linaje
y nadie me considero
—esta piedra erosionada, este sutil infierno,
esta playa de eternidad endurecida,
me sitúa en el poema, la cara en el suelo—
golpeado por un sol metálico,
por sus monótonas manos de luz,
deslumbrado hasta el blanco por su certeza
aquí, en este templo ya sin maleza
que gira indiferente al pie de la ladera,
me dejo caer al centro de la vida,
donde el gusano y la hormiga se afanan
y creen en serio vivir,
ciego de ausencia
con la boca llena de hierba y reparo
y los ojos moteados, blancos y negros
como el granito que pierde, poco a poco,
su forma de hombre