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Ajeno a toda identidad

“—mi señora, ¿sois real o un espíritu?
—¿acaso hay diferencia?”
EL CABALLERO VERDE


recuerdo que me caí en un espejo
y que me ahogué en él,
recuerdo que llegué, muerto, a su fondo
y recogí del cieno mi propia calavera,
que me miré en ella y
ya no pude volver a romper esa frontera,
y salir;
así habité, muerto, el inmenso lago de la memoria
apilada por los recuerdos de tantos reflejos

con la cabeza en la mano
a través de la superficie dura del lago
podía ver el sol retorciéndose en las olas,
manchas verdes de espesura, aves del confín,
ojos y manos de doncella que
confundían su incierta cara en la mía,
y me hablaban
     y nada entendí

soñé quedar atrapado en esa lámina
donde el aire aún no es húmedo
y el agua aún no se evapora,
soñé ser una pareidolia mecida en su calma
ajena a toda identidad y contradicción,
y en la noche reflejar en mi pecho turbio
las estrellas

apenas recuerdo cuándo caí,
cuándo por primera vez vi al extraño enfrente,
cómo se burlaba imitándome
y cómo nos tocábamos los dedos con una sonrisa,
hasta que un día rompí mi frente contra la suya
y todo fue rojo y violeta, como un temblor

es una bruma la memoria, es
como el mundo que veo a través del espesor,
un movimiento infinito de luces, colores y damas
que en ella se miran,
     que en ella se buscan,
          que en ella se pierden

solo espero que otra frente rompa el cristal
de este recuerdo que llaman vida
en un infinito temblor rojo y violeta,
en una perpetua vibración que a ser no dé lugar,
que libere un sentido y un pecho confusos,
ajenos a toda identidad

"…el despliegue de aquella retícula de puntos que se modifican al encontrarse y que, por ello mismo, permanecen ajenos a toda identidad, asentada siempre, por necesidad, en la duración". Virginia Trueba Mira, del prólogo a En un principio fue el hambre, de Chantal Maillard.